La mediocridad no habla de una persona con falta de inteligencia o ignorante; suele ser una característica de la persona que actúa con eficiencia y muestra obediencia al procedimiento que le dictan. El mediocre hace lo que le dice la gente, su gente.
A todos nos conforma la mediocridad, pero el mediocre no sale de ahí, porque persiste. Ahí radica la esencia de la mediocridad. El que no cuestiona ni somete a crítica su proyecto es, según Heidegger, “impropio“, carece de la propiedad de sí mismo por haberla cedido al rebaño.
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El mediocre no es que sea un conservador, es que es un infatigable continuista. Nada nuevo se genera, nada se engrandece a su alrededor. Una sociedad gobernada por mediocres, es una de un desarrollo defectuoso, incapaz de crear nada, de variar un ápice su rumbo porque sólo esta firmemente capacitada para obedecer ciegamente el camino que le han marcado, independientemente de lo que tenga por delante.
Ahora, en el rumbo que ha tomado el mundo, se puede notar que la mediocridad ha tomado el control, el que no giremos colectivamente el rumbo es la prueba de que los mediocres tienen el poder y nos gobiernan en todos los ámbitos.
Se dice que donde hay un mediocre seguro habrán más porque antes de alcanzar su máximo punto de incompetencia habrá hecho escalar y prosperar otros semejantes, habrá generado una infraestructura de mediocres alrededor.
El moralista francés, Nicolás Chamfort decía que el éxito de una obra se da en ajustar la relación entre la mediocridad del autor y la del público. Adoramos la mediocridad, esa es su ventaja. Convertimos a los mediocres en líderes de opinión, se les permite rehacer o pulverizar a los artistas al decirnos lo que haya que ver, escuchar o leer. Les proporcionamos popularidad al estar dándoles tanta importancia.
La segunda ventaja es una virtud; cuando el mercado exige flexibilidad, obediencia y adaptabilidad, un mediocre es alguien fácilmente reemplazable con otro.
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Autor: I.S.