Los seres humanos disponemos de un sistema nervioso y de los órganos de los sentidos para ir por el mundo. La mayoría nos solemos quedar con la vista y la audición, dejando a un lado el olfato. Nuestra evolución también nos ha llevado ahí, así como lo señala una investigación realizada por la Universidad de Nápoles Federico II, en Italia, que muestra que nuestra capacidad para apresar olores es mucho más pobre que la de multitudes de animales.
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Si nos detenemos un segundo a pensarlo, es probable que lleguemos a identificar algún episodio del pasado en donde un olor repentino nos haya traído un recuerdo remoto. Algunas de estas memorias pueden ser reconfortantes, mientras que otras lo hicieron al contrario. Esta experiencia, de carácter universal, nos permite intuir que ciertos olores influyen de manera directa en nuestras cogniciones y emociones.
Para Joaquín Mateu Mollá, profesor adjunto y doctor en Psicología Clínica en la Universidad Internacional de Valencia, “para entender este fenómeno en profundidad debemos conocer primero una serie de estructuras: el bulbo olfatorio, la corteza orbitofrontal, la corteza entorrinal, la amígdala y el hipocampo”. “Todas ellas resultan fundamentales para explicar las partes más discretas de esta experiencia, aunque juntas la hacen posible como un todo”, aseguró el experto en diálogo con The Conversation.
El viaje de los olores
Nuestro periplo tiene su origen en las células receptoras especializadas en la captación de olores (epitelio olfatorio), ubicadas tras las mucosas de las fosas nasales. Cuando una partícula se adhiere a estas, la información que proporciona viaja directamente hasta la siguiente estación: el bulbo olfatorio. Este actuaría como una especie de “puerta de entrada” dando los primeros pasos para desencriptar la química de una partícula en suspensión y convertirla en una sensación subjetiva e identificable.
Desde esta particular región del sistema nervioso, el camino se divide para dirigirse a zonas cerebrales muy distintas y distantes. Algunas son evolutivamente recientes (como la corteza orbitofrontal), mientras que otras se hallaban presentes casi en los albores de nuestro tiempo (la amígdala y el hipocampo). Sus funciones son dispares, por su puesto, pero actúan de manera coordinada y aportan pinceladas valiosas en el lienzo de esta experiencia.
Empieza por la corteza orbitofrontal, a la cual llegaría información procedente de la corteza piriforme. Se trata de un “apeadero” entre aquella y el bulbo olfatorio, donde los olores se procesan como sensaciones complejas. Al alcanzar esta parada, el individuo realiza una valoración del olor para asignarle atributos positivos o negativos. “Es aquí donde se juzga subjetivamente si se trata o no de una fragancia agradable, lo cual también dependerá del estado fisiológico del organismo. Así, por ejemplo, el olor a comida solo refuerza en el supuesto de que tengamos hambre”, explicó Mateu Mollá.
En paralelo a este proceso también se activaría la amígdala, una zona primitiva que se encarga de procesar la experiencia emocional. En función de cómo se haya valorado previamente el olor particular, esta estructura propiciará un estado afectivo concreto y facilitará una sucesión de conductas coherentes con este. Si se interpreta el olor como desagradable surgirá el asco, mientras que si se valora como apetito emergerán emociones positivas.
En cualquier caso, se pondrá en marcha una respuesta de aproximación o de evitación hacia el estímulo (persona, objeto, etc.) que emite el olor, lo cual ayudará a nuestra supervivencia más inmediata. En este caso, las emociones también juegan un papel adaptativo más que evidente, ya que nos señalan cómo interactuar con el entorno y aprovechar las oportunidades que nos brinda.
La última parada es el hipocampo, pasando antes por la corteza entorrinal. Es aquí donde nuestro sistema nervioso tendrá la ocasión de almacenar todo lo vivido para aprovecharlo nuevamente en el futuro. En definitiva, nos permitirá crear un recuerdo en el que se fundan aspectos sensoriales (olor) y subjetivos (emoción), y que podrá estar con nosotros el resto de nuestra vida.
Las conexiones entre el olor y el estímulo permanecen vivas durante mucho tiempo, de modo que la presencia aislada del primero catalizará los recuerdos y las emociones íntimamente enlazadas con el segundo. Así, la sensación olfativa actuaría como un puente entre el presente y el pasado, desplegándose frente a nosotros de una forma sorprendente y no deliberada.
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Autor: I.S. con información de Infobae